martes, 24 de noviembre de 2009

Ojalá


El hombre feroz tiene miedo del frío que le acecha. Su hambre mordaz castiga su paladar de niño dormido, frente al espejo. Su alma le llora cansada de tanto esperarle, y el se castiga abrazando el maltrato que recibe de sus dedos pinchándose con la niebla, roedora de un pasado que le obsesiona. Pobre niñito asustado, tantas veces ha intentado escapar de ese bosque de voces adhesivas, corazones en conserva, miradas mudables, ahorcados sus suspiros, exceso de quitina, reclama el abrigo en ventanas rotas, en mujeres de dardos salados, envenenados de hermosas promesas. No te quedes en tu cama de nuevo, tendrás más pesadillas, mejor escúpeles tus pupilas disecadas, sustrae de tu cielo la luz, el reflejo, que detendrá tu manía de ingestión. Te atragantas, descansa, ten paciencia, volveré por ti, no me busques, tan solo quédate en esa silla y sufre solo. Por tus culpas, tus razonamientos de guerrero con las manos ensangrentadas. Has asesinado a la doncella transparente, le has querido dar forma en tu sabana delicada, y ella haciéndose mujer, te ha dejado. No mires hacía atrás, sonríe, no fue ella quien preparo tu disfraz. La mascara de clavos húmedos te la has puesto tu, esta mañana. Niño, toma este dulce, y que la azúcar se te pegue cuando te secas las lágrimas, en tus pulmones, en el hígado. Babea de vergüenza cuando tu madre entre sueños te muerda las uñas, escalofríos del violín que sostienes. Estruendo. Las mentiras que te dices, cuando no te aman y esperas mojarte los pantalones. Me haces bien.

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