martes, 20 de julio de 2010

En el aire



A las golondrinas no se sabe bien quien les enseñó a volar, eran demasiado inquietas para hacerlo en una habitación, sus alas necesitaban evaporarse, fundirse con las visiones ardientes de cielo, del amanecer rasgado en pequeñas soledades. Es por ello, que aprendían a volar siendo fieles a los pliegues que trazaban las nubes, las golondrinas agitaban sus alas y seguían la trayectoria de la luz que destilaba el aire. Amaban la libertad, la que existe en las ilusiones del mar. Cuando tenían sed, bajaban a beberse el iris de los hombres, la pena metalizada salpicando su ropa y las paredes de sus casas. La sombra de una golondrina no hablaba de miedos, como solían hacerlo el común de las sombras, su sombra anudaba esperanzas, era una silueta salada infinitamente ligera, e inexplorada, casi intacta la guardaban en la intemperie, la ponían a secar en música cuando se empapaba en lágrimas. El beso de una golondrina era un beso que se desbordaba tibio, surcando el invierno, un beso en la punta de la montaña, un beso bello y confuso, un beso que se escabullía hasta llegar a la almohada y se convertía en la única realidad en sueños. Un caudal de besos, el salto al pozo de las estrellas de seda. Cuando una golondrina auscultaba mi corazón, no cesaba de decirle: gracias, por venir.

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