lunes, 9 de agosto de 2010

Douceur...


Al inclinarme sobre A reconocí las lagrimas de él, amarillentas como el otoño y su abrazo. Esperando que se quedase dormida, la lleve al rio, mientras su suave olor acariciaba las paredes de mi retina. Me llenaba de alegría tenerla entre mis brazos, el agua surcaba nuestros cuerpos, queríamos naufragar con la cara empapada, nos explorábamos mutuamente, el silencio y el agua fría hacían cortocircuito con todo lo que habíamos amado antes, incluido el, aunque perteneciese a un mar muerto, a un profundo grito. El paladar se agrietaba con deseos dulces, la piel en trance, inventábamos toda clase de besos sobre esa superficie repleta de nuestros fantasmas que sangraban. Ahuyentábamos a el reloj que nos invitaba a poseernos mutuamente, no queríamos eso, desgastar nuestros disfraces de fuego. Queríamos continuar siendo la ola en el costado de la otra, esa ola cuyos rayos blancos nos hacían contemplar la armonía que existía cuando abríamos la boca, y bebíamos nuestro verdor, de arboles áureos entre caudalosas sombras.

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